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domingo, 2 de febrero de 2014

Reflexiones sobre la riqueza

Por Pacelli Torres

Corresponsal del Chicamocha News en Europa

El escritor inglés Douglas Adams coloca a uno de sus personajes en una posición privilegiada. Desde el espacio exterior observa al género humano y trata de comprender los motivos de su comportamiento. La tarea no es nada fácil para este alienígena, mitad científico, mitad filósofo. Lleno de asombro les describe a sus superiores cómo en el planeta Tierra, sus habitantes han tomado como prioritario coleccionar pequeños pedazos de papel, la vida para la mayoría gira en torno a conseguir tantos de estos trozos de papel como sea posible y no escatiman para ello en sacrificar su propia salud, su familia, y, de ser necesario, usar toda clase de artilugios para engañar a sus semejantes y terminar despojándolos de sus propios pedazos de papel.

Hoy en día el dinero ya no consiste en recortes rectangulares de papel con la denominación en las esquinas y algún personaje ilustre en el centro. Pero esto no es consuelo en absoluto. Antiguamente la plata podía verse y tocarse. En los tiempos en que vivimos, el dinero electrónico gana cada vez más espacio y para un extraterrestre que nos visitara, sería incomprensible ver cómo nos peleamos por los números que aparecen en una pantalla.

Lo peor, es que colectivamente hemos adoptado la convención de estimar el “éxito” por el número de cifras que tiene nuestra cuenta bancaria, o por el simple hecho de tener una. Desde niños nos inculcaron que esto nos aseguraría una posición social y algunos lo tomaron literalmente como la llave de la felicidad, entendida ésta como una vida fácil en la que lo único que importa es satisfacer nuestros caprichos.

Pero aquí está el gran peligro. Entre más dinero se tiene, más caprichos aparecen y estos son cada vez más difíciles de saciar. Entonces trabajamos más, o nos vemos envueltos en transacciones truculentas, queriendo llegar al estatus que creemos merecer y cuando pensamos que lo hemos logrado, miramos al vecino y nos damos cuenta de que tiene más, entonces hacemos un mayor esfuerzo, pero la televisión nos muestra contundentemente que hay esferas que nunca podremos alcanzar. De ahí viene la desilusión y aquello que pensamos que nos daría la felicidad, se convierte en nuestra mayor amargura, pues comprendemos que nunca tendremos suficiente.

¿Qué hacer?

¿Cuál es entonces el sentido de la existencia?

La respuesta a la primera pregunta es sencilla: simplifiquemos nuestras necesidades; como dice el adagio popular: “Rico no es aquel que tiene mucho, sino aquel que menos necesita.”

Para responder a la segunda, requerimos algo de introspección, de encontrarnos a nosotros mismos. Cuando centramos nuestra vida en las posesiones materiales, lo que realmente es permanente se olvida, vivimos como ciegos en un mundo evanescente e ilusorio. Supongo que mis lectoras y lectores habrán oído alguna vez de labios de un campesino o alguien de procedencia humilde aquello de que, “a la tumba nada nos llevamos.” De hecho, es posible que en el más allá tengamos que responder por los métodos empleados para amasar nuestra fortuna o sufriremos viendo a otros gastarla sin escrúpulos.

La posición social también pasa y muy tarde comprenderemos que debíamos haber escuchado más a la gente humilde, pues a menudo, la verdadera sabiduría surge a raíz de las dificultades que nos hacen estar siempre alerta, nos inducen a ver las cosas desde varios puntos de vista, nos dan incentivos y nos enseñan a ser recursivos.

“Lo único que nos llevamos de esta vida son nuestras propias acciones, ellas constituyen el tesoro del espíritu”.

La riqueza personal no siempre es una maldición, bien utilizada puede ser fuente de crecimiento espiritual. Si somos generosos con los semejantes, si ayudamos al de pesada carga, podemos mejorarnos a nosotros mismos. Pero aquí debemos ser muy cuidadosos, las limosnas dadas sin corazón hieren más de lo que ayudan.

“La visión de Sir Launfal” es un hermoso poema escrito por James Russell Lowell (1819-1891). En él se cuenta de un caballero que sale para las cruzadas en busca del Santo Grial, (el Grial es la copa que usó Cristo en la última cena). Al salir de su castillo, el caballero se encuentra a un leproso y le bota una moneda. El leproso no levanta la moneda y le dice que mejor es la bendición del pobre al oro del rico. Pasa el tiempo y Sir Launfal pierde su castillo y todo su dinero. De nuevo encuentra al leproso, pero esta vez actúa de forma diferente, se compadece de su sufrimiento y le ofrece un trozo de pan y agua en un cuenco viejo. Entonces ocurre una transformación, el leproso es en verdad el Cristo resplandeciente, quien le dice que el Grial, que tanto buscara, es justamente aquel cuenco viejo, y añade: “La limosna sin el sentimiento de quien da, es vacía, quien ofrece de corazón alimenta a tres con su acción: a sí mismo, al semejante necesitado y a mí”.

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