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miércoles, 11 de abril de 2012

“LAS COSAS NO SON COMO PARECEN”


Relato original de Pacelli Torres (*)

"En este pueblo las cosas no son como parecen", me había dicho doña Celestina una mañana en que nos encontramos en la panadería. Y al decir esto había sonreído con ternura. Quien hablaba era una jovial anciana que vivía con su gato en la calle principal. En el pueblo le teníamos mucho aprecio y no hace mucho le habíamos celebrado los 97 años.

 Mi mente se distrajo por un segundo viendo los periquitos australianos que cantaban alegremente en la jaula luego de ser alimentados con un trozo de mantecada.

 "Las cosas no son como parecen", repetí para mis adentros y al ver de nuevo a doña Celestina noté que todas las arrugas habían desaparecido de su rostro, parecía una mujer de no más de treinta años, con unos enormes ojos pardos y unos dientes perfectos. Me miraban con tal dulzura como sólo las imágenes de nuestra Madre Celestial pueden representar. "Esto debe ser una ilusión óptica causada por el sol de la mañana", pensé, y me quité las gafas para revisar si estaban limpias. Al ponérmelas de nuevo me encontré con el rostro tranquilo de doña Celestina tal y como todo mundo la conoce.

"Las cosas no son como parecen", me había dicho de nuevo a mí mismo, sentándome en un banco del parque. Con los ojos cerrados dejé que el sol me calentara el rostro, antes de sumirme en la lectura de un libro de profunda sabiduría. Unos chillidos horribles me distrajeron. Un ratón mitad blanco mitad café, mordisqueaba un pedazo de carne vieja. De repente había salido de una alcantarilla una rata gris y había empezado a reñirle por el bocado. El ratón no estaba dispuesto a abandonar su botín y se había aferrado a él con avidez. La rata, por su parte, intentaba obtenerlo a toda costa y se vieron envueltos en tal lucha que me hicieron cuestionar si en realidad reñían por alimento o por simple orgullo.

"Curiosidades del reino animal", pensé y me concentré de nuevo en la lectura. Otra vez fui distraído. Esta vez se trataba de fuertes palabras llenas de rencor que don Amadeo, el comerciante, intercambiaba con mi vecino Jorge, el abogado.

-"Le digo que eran cincuenta y seis mil trecientos", decía el abogado.
-"No señor, usted me había dicho claramente cuarenta y cinco mil seiscientos", contradecía don Amadeo, que parecía haber perdido el respeto que por simple urbanidad se da a las personas educadas.

Discutían por unas comisiones o algo así, usaban términos legales que yo no pude o no quise entender.

Un tanto fastidiado por tantas interrupciones, estaba dispuesto a volver a mi libro cuando noté algo extraño. Amadeo, el comerciante, llevaba una camisa blanca con un pantalón café y el abogado un elegante traje gris y los dos estaban parados justamente en el lugar en que segundos atrás reñían los roedores.

Me quité las gafas con el ánimo de dejar descansar por unos segundos los ojos y al ponérmelas de nuevo aparecieron otra vez el ratón y la rata que todavía tiraban de lado y lado del pedazo de carne.
Un chulo que los observaba, parado en un muro cercano, abrió las alas y se abalanzó sobre ellos, arrebatándoles con poco esfuerzo el bocado por el que peleaban, volvió a su muro y comenzó a engullirlo.

Los animales con una mezcla de asombro y decepción tomaron diferentes rutas. Y allí, frente a mis ojos, se trasformaron en el comerciante y el abogado, que sin haber llegado a un acuerdo, se habían separado sin despedirse.

"En este pueblo las cosas no son como parecen". Me dije a mí mismo por tercera vez y busqué al chulo sobre el muro. Este había desaparecido, en su lugar había un pequeño demonio, que encorvado sobre el muro parecía estar inmerso en un asunto importante. Su rostro demacrado y triste, estaba momentáneamente iluminado por un remedo de sonrisa. Me acerqué hasta donde pude, tratando de distinguir lo que tenía en las manos, el demonio levantó la cara y me miró con tal odio que me heló la sangre, luego emitió un chillido y se desvaneció en el aire. Mi osadía sin embargo fue recompensada, pues antes de que desapareciera, pude ver que lo que hacía era contar billetes.

Desde entonces, siempre he pensado que el egoísmo, la avaricia, la discordia y todas las demás emociones negativas de los humanos, son la moneda con que se negocia en el infierno.

(*) Pacelli Torres Valderrama, Profesor Universitario, ganador del Concurso de Cuento de RCN- Ministerio de Educación y del Concurso "Vivencias", organizado por Editorial OROLA de 
España.