Por Pacelli Torres
Corresponsal del Chicamocha News en Europa.
Algunos metros del muro siguen en pie, como testimonio.
Visité Berlín por primera vez hace 14 años. Del muro quedaban algunos pocos metros como recordatorio, el resto ya no estaba, pero donde éste se levantaba pusieron una línea de ladrillos incrustada en el pavimento como señal de su localización.
El primer contacto que tuve con el muro, sin embargo, fue a través de mi profesora de alemán, Antje Rüger. Antje creció en Alemania oriental, y por las historias que nos contaba llegamos a pensar que se trataba de un paraíso, o por lo menos, que era posible descubrir las cosas buenas de aquel capítulo de la historia. Antje estaba siendo entrenada desde niña como nadadora para los juegos olímpicos. A menudo nos hablaba de cómo el teatro y la música tenían un lugar predominante en la sociedad y nos resaltaba sobre todo la solidaridad de la gente.
Los reportes en los medios de comunicación, sin embargo, hablaban de opresión, corrupción y falta de libertad en los países detrás de la cortina de hierro.
Desde entonces, siempre que tengo oportunidad de conocer personas que vivieron en la época del comunismo les hago preguntas acerca de esa otra vida que para nosotros fue totalmente ajena.
Hace poco hablé al respecto con una amiga húngara llamada Roberta Csernay. Roberta vivía en un pueblo pequeño en cuyas afueras había varias mansiones de gente culta. Un día, las personas que allí vivían recibieron la orden de dejar sus casas. Siendo ya de edad y teniendo que mudarse a un apartamento pequeño proporcionado por el Estado, tuvieron que dejar muchas cosas atrás. Las autoridades pusieron afuera un aviso que decía que esas casas serían demolidas en cualquier momento y la entrada estaba estrictamente prohibida. Roberta y sus amigos, siendo niños, hicieron caso omiso de la advertencia y se las arreglaron para entrar. Lo que más les impresionó fue el piano, también las alfombras y los muebles de caoba tallados. Jamás habían pensado que se pudiera vivir rodeados de tanta belleza.
Pero un día las máquinas llegaron y arrasaron con todo. En su lugar se construyeron bloques de edificios de 8 pisos sin ascensor. Aquellos edificios estaban formados por placas de cemento prefabricadas. Roberta y su familia tuvieron que mudarse a uno de ellos, y me contaba que entre las placas que formaban una esquina había una brecha de 20 centímetros. La mamá la tapó de alguna forma pero de todos modos el frío en invierno era penetrante.
El padre de Roberta tenía ideas contrarias al partido. A cada familia le habían dado un libro rojo donde cada vez que asistían a una reunión o conferencia organizada por el partido se le ponía un sello y un oficial del gobierno revisaba periódicamente cuántos sellos tenía cada hogar. Aquella familia tenía muy pocos. Cuando las excusas se les agotaron y sintiendo que podrían meterse en problemas, de alguna forma lograron conseguir pasaportes para todos y un día salieron con rumbo a Alemania, para nunca regresar.
Aquello, por supuesto, era un crimen. Cuando el comunismo terminó, todos se sintieron aliviados.
Así, mis ideas sobre los sucesos de hace 25 años están divididas.
Para Antje, la caída del muro significó la contaminación de su mundo, con el capitalismo llegó también la pornografía, la violencia, la corrupción, la competición desenfrenada, la ostentación en el vestir.
Para Roberta, significó la terminación de una época en la que las mansiones prohibidas con sus pianos podían ser arrasadas en cualquier momento.
Roberta y su familia tuvieron que buscar refugio en Alemania, Antje hizo de Colombia su nuevo hogar.
El muro de Berlín cayó hace 25 años. El muro que separa mis ideas sobre el comunismo, sin embargo, sigue en pie.
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