(Relato original de Pacelli Torres)
Dedicado a don Simón Aceros, fabricante de alpargatas en el camino que de Málaga conduce a Tequia.
Hubo un hombre venido del Medio Oriente; su profesión era astrólogo. Una noche tuvo un sueño y supo que debía abandonar su tierra.
Cruzó el desierto a lomo de camello y se embarcó en el primer barco que accedió a llevarlo. Su modesta fortuna, heredada de su padre, fue disminuyendo paulatinamente durante el viaje y cuando desembarcó en la costa del país que, según el designio de las estrellas, sería su nueva morada, no le quedaban más que unas cuantas monedas.
Su trayectoria por medio mundo había sido lenta y accidentada; había visto valles de belleza incomparable e imponentes picos nevados; había visitado ruinas milenarias, donde soñó que absorbía la sabiduría de los antepasados; había vagado por desiertos helados y dormido en cuevas abandonadas. Su vida había estado en peligro un par de veces al enfrentarse con bestias desconocidas y sus aventuras en islas distantes podrían llenar libros enteros. Sin embargo, ahora se sentía cansado y vacío. La desilusión empezó a apoderarse de él al encontrarse en un lugar de tierra compacta donde difícilmente podría cultivarse y por primera vez en su vida dudó de la certeza de su ciencia.
Continuó con resignación su viaje hasta que oyó hablar de una tierra fértil sobre una cordillera. Consultó su horóscopo y estudió la posición de las estrellas y éstas le dijeron que allí sería su nuevo hogar. Una estrella fugaz confirmó el vaticinio aquella misma noche.
Modificó ligeramente el rumbo, según el designio celeste, y ascendió a la cordillera en busca del lugar que había visto en su sueño.
Al cabo de unos años reconoció por fin un árbol gigantesco y supo que debía establecerse cerca de él. Para entonces se había convertido en un hombre mayor y su fortuna había sido consumida por completo. Sólo conservaba, envuelto en una túnica púrpura, un cofre que había recibido en su infancia.
Su padre había sido mercader y le había oído narrar una y otra vez las historias de las Mil y Una Noche, fue por eso que supo que la magia no había muerto y se aferró con todo el corazón a aquella esperanza.
Abriendo el cofre extrajo cuatro piedras y tomando tres semillas que recogió del piso las lanzó al aire mientras pronunciaba unas palabras extrañas y entonces apareció, a la vera del camino, una humilde casa de ladrillo y teja de barro; la puerta estaba entreabierta y entró sin golpear.
"¿Simón, dónde se había metido?, lo estábamos esperando para el almuerzo". Quien hablaba era doña Luisa, su esposa desde hacía 43 años, que con tres de sus hijos adultos y un puñado de nietos lo miraban con asombro. Simón tomó asiento con ellos y sonrió incrédulo. Después de todo, las estrellas no se habían equivocado.
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