Relato original de Pacelli Torres
Bernardo y Jacobo eran primos y maestros de construcción. Vivían un tanto lejos del pueblo, a lado y lado del arroyo.
Una tarde en que derribaban las paredes de una vieja casa de tapia pisada encontraron un cofre de madera. Adentro había monedas de oro. Llenos de emoción las contaron y recontaron; había 13 monedas.
La alegría del momento dio lugar a un largo silencio.
"Mala señal", se dijeron.
Los dos provenían de una familia muy supersticiosa y el trece tenía fama de atraer la mala suerte. Decidieron sin embargo, quedarse con el botín. Pero aparte de la mala suerte, había otro problema, el trece es un número impar y, ¿cómo podrían dividirse el tesoro, si el número de monedas no era par? Ninguno de los dos estaba dispuesto a aceptar que el otro se quedara con una parte mayor. De haberse encontrado doce monedas, todo hubiera sido más sencillo.
Entonces se les ocurrió una solución que los dos aceptaron de inmediato: Después del trabajo, cuando llegaron al puente donde cada tarde se despedían, arrojaron al agua la moneda que, según ellos, les sobraba y los dos continuaron su camino satisfechos; habían recobrado la calma y la alegría. Al llegar a casa, escondieron las monedas bajo la almohada y se reclinaron en la cama para pensar, qué sería lo primero que se comprarían.
Entonces vino para ambos uno de esos momentos de duda que todos solemos tener. ¿No sería mejor tener siete monedas que seis? Sus sentimientos fueron puestos en una balanza y los dos, independientemente, decidieron que acudirían al arroyo esa misma noche, sin que el otro lo supiera y recobrarían la moneda para sí.
Cuando la noche hubo caído se oyó el persistente ulular de un búho y un viento helado sacudió los árboles y golpeó las ventanas. Los dos sintieron miedo, pero finalmente, la avaricia fue más fuerte.
Ambos salieron de sus casas casi al mismo tiempo y se dirigieron al arroyo; el frio calaba los huesos y algo les decía que no se trataba de una noche común. Creyeron ver figuras con ojos brillantes correteando entre los árboles, pero se dijeron, aunque en su corazón no lo creían, que se trataba del reflejo de la luna o, tal vez, del vuelo de las luciérnagas.
Antes de llegar al arroyo se encontraron con una desagradable sorpresa. Alguien se les había adelantado e inspeccionaba el agua desde la orilla. Los dos se llenaron de cólera al pensar que se trataba del otro albañil y maldijeron en voz baja. Cuidadosamente se fueron acercando, escondiéndose en árbol tras árbol, con el ánimo de abalanzarse sobre el intruso. Cuando la figura se hizo clara, se llevaron el gran susto de sus vidas. En el lugar preciso donde habían arrojado la moneda había un ser esquelético, con una túnica negra, que parecía estar pescando.
El canto del búho se acentuó y aquella criatura de otro mundo levantó la vista y miró alrededor. Entonces se escuchó el croar de las ranas y unos enormes batracios se acercaron al arroyo. Eran doce en total, seis por cada orilla y, en su lomo, cada uno llevaba una moneda de oro.
Aquel espectro de la noche pareció sonreír y dejando la caña de pescar sostenida en la horqueta de un árbol, se dio a la tarea de recolectar el tesoro traído por las ranas y echarlo en un cofre de madera.
La caña de pescar comenzó a moverse y el huesudo ser supo que había logrado su cometido, una brillante moneda de oro colgaba del anzuelo.
Al ponerla en el cofre se oyó un golpe seco que luego se convirtió en un rugido y finalmente se produjo un remolino de energía. Los albañiles petrificados de miedo y creyéndose completamente solos ante aquel ser horripilante, sintieron cómo si una gran aspiradora les chupara el corazón.
El búho en la rama de un árbol observaba con atención. Una sustancia blancuzca salía del corazón de los dos hombres y se iba espesando hasta formar cataplasmas que rápidamente formaron las paredes de una casa vieja y decrépita. Allí enterró el ser demoniaco el cofre.
Una vez cumplida su misión se transformó en un buitre y fue a posarse en la misma rama que el búho.
Los albañiles huyeron despavoridos.
Al llegar a sus casas encontraron que las monedas habían desaparecido, pero, lejos de lamentarse, dieron gracias al cielo por ello.
"Tenías razón", admitió el búho, mirando con tristeza al buitre; "He perdido la apuesta" y levantó vuelo.
El buitre permaneció unos minutos más, contemplando la casa en ruinas que acababa de crearse y pensando en la próxima estrategia que usaría para poner a prueba la nobleza del corazón humano.